No sabía si era domingo,
viernes o lunes. Era un día triste; los días tristes no tienen identidad. No
sabía si iba o venía, ni por qué la gente me veía con tanta lástima como con
ganas de extenderme una mano. Como se le mira a quien acaba de perder su hogar,
el único lugar al que podía volver con regocijo, donde siempre había té
caliente y un abrazo eterno sobre la cama. ¿Cómo sostenerse en pie si el dolor
pesa tanto? ¿Cómo saber a dónde ir después del derrumbe?
Me levanté y eran las tres
de la mañana de cualquier día, te había soñado. Soñé que me decías que me
acercara más, que me acomodara entre tus brazos y me pegara a tu cuerpo, que todo
había sido un mal sueño; como la vez que dormimos en la colchoneta
tendida en el suelo y que me despertaron las pesadillas. Pero
esta vez no estabas tú para consolarme y me sentí tan vacía, me sentí tan
pequeña, tan frágil, tan desprotegida, que pensé en Mauri. Imaginé que
seguramente así se sentía el último día de su vida. Pensé en las personas que
deciden terminar con todo el dolor de golpe. Y me acordé de ti, de cuándo me
dijiste que uno debería elegir el día su muerte y por primera vez te di la
razón.
¿Y si me abrazas por un
ratito? Necesito que me llenes de vitalidad, que tu risa le dé energía a mi
cuerpo, que tus manos vuelvan a buscar las mías, y sentir como esa calidez
nos recorre todo el cuerpo.
Sigo
estando a tus 6.
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